Una de las cosas que nos caracteriza como humanos –si es que lo somos- es el identificarse con el otro. Puede ser la lágrima de alguien, la miseria, un mendigo, en fin, algo que nos mueva. Y hablo de extraños, no de seres queridos ya que por ellos actuamos por amor, interés o porque nos obligan. Sin embargo, con los extraños se desenmascara esa necesidad de identificarse en el otro para encontrar nuestra propia humanidad (que, sin embargo, tiene que conectar con nosotros a nivel personal de todos modos).
El media juega con esto y nos construye imágenes de fácil acceso con las que nos podamos sentir interpelados, no para movernos a la acción, sino por el contrario, para ser entretenidos. Es bien sabido para todos los que hemos tomado cursos de guión que uno de los objetivos cuando uno escribe para cine y especialmente para televisión es que se logre una identificación con la audiencia. Así, queremos que el chico enamore a la chica porque nos “sentimos como él”, o nos ponemos a llorar por tal o cual final de un personaje porque sentimos que lo conocemos de alguna forma. Sabemos que es una película pero igual estamos llorando como sendos pendejos. En ese sentido no solo somos manipulados, sino que somos infantilizados. Recuerdo cuando era niño como nos peleábamos por ser Leono, Luke Skywalker, Darth Vader, o Rafael de los Ninja Turtles. “Yo soy tal….tú eres tal”….incluso había algo de eso en los videojuegos y el escoger a Ryu sobre Ken en “Street Fighter 2”(y más vale que un nene no escogiera demasiado a Chung Lee). Así, hoy por hoy, todavía jugamos a ese “yo soy”, pero esta vez sin decirlo en voz alta para no sonar ridículos, para no ser expuestos como individuos manipulados por la ficción del pop-corn. Mas esa manipulación no se queda en las ficciones sino que se traducen en las ficciones que nos construyen el media, desde las noticias y la forma de presentarlas, hasta la farándula. Así, nos identificamos con tal o cual líder y despreciamos a otro sin indagar mucho más allá. O nos construimos héroes basados o la ficción.
Es por esto que Hollywood terminó creando al sustituto de la realeza en Norteamérica para luego empacarla al resto del mundo. Dentro de esa lógica se ha aplicado el modelo en los diferentes mercados nacionales y así, el cantante o artista X o Y nos sirve de conejillo para idolatrar, imitar, criticar, amar u odiar. Vemos en las imágenes de estos dioses construidos por el media el reflejo torcido de nuestros propios deseos frustrados. No es de sorprendernos entonces que para muchos los eventos de su vida sean tan importantes como los eventos de la vida de algún familiar, aunque nunca los hayamos ni visto en la calle. Muchos lloraron con la muerte de Monroe, Lennon, Elvis, Jackson, Cabral, y en su lloriqueo, se secaban las esperanzas de verse reflejados en los logros de unos extraños que fueron consagrados por haber logrado los sueños con los que nos amamantaron. Lo triste del caso es que muchos los lloran más a ellos que a la gente que muere en el día a día, a los vecinos, a los primos, incluso a veces hasta más que a familiares cercanos. Se llora la muerte de Winehouse, la de Cerati, la de Cabral, pero no les esperan las mismas lágrimas para los que no tenían nombres de neón en nuestros CD, en nuestras revistas, en la pantalla chica. Para esos anónimos les reservamos solo números y etiquetas: otra drogadicta, otra víctima de derrame, otra víctima del crimen. Los primeros terminan en películas, museos, mejores ventas y salones de la fama, los segundos terminan siendo estadísticas.
No pretendo estar inmune a la inyección de fantasías que nos proporciona Hollywood y el media en general, al contrario, son muchos los héroes caídos que tengo y envidio gracias a los sueños facsímiles proporcionados por ojo, oído y boca. Lennon, Morrison, Cobain, me dio pena el colapso de Cerati y la muerte de Winehouse, y de seguro viviré, celebraré y lloraré a otros tantos. No debería ser así. Debería importarme más el que tengo al lado, el que muere en la calle, el que pasa hambre, el que no puede salir de sus vicios, todos ellos deberían tener nombres, todos deberían tener rostros porque los tienen, no son meros números, no son estadísticas, son humanos con historias que sin fama, forman parte de este colectivo que hacemos pasar por humanidad. Invoco al subjuntivo del ojalá y con él espero que algún día nos miremos ante el espejo del otro sin los lentes discriminatorios que nos hacen valorar a una vida extraña más que a otra solo por el mero hecho de que son productos a consumir.
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