Friday, June 15, 2007

Monedas

Una historia dentro del baúl de color metálico

-para S.


La oscuridad de la noche le sirvió de abrigo. No había luna que sirviera de testigo. Sólo el silencio y el sonido de un aire acondicionado que intentaba desafiar al calor y la humedad de la naturaleza. En vano.

No sólo la luna; nadie pudo hacer de testigo. Otra momia olvidada, ¿Qué más daba? Esto era un asilo, o sea, un cementerio en potencia. Los empleados de este lugar no se preocupaban para nada de la vida, más bien esperaban la muerte. No la de ellos, la ajena, la de las pobres momias silentes que habían sido arrojadas allí para una sola cosa: morir. Hay que aceptar una cosa, lo único con lo que podemos contar es con la muerte. Esta es la razón por la que los ancianos se nos hacen tan incómodos. ¡Los cabrones se aferraron tanto a la vida que ahora no se sabe qué hacer con ellos! Retirarlos. Encerrarlos. Cuidarlos. De nada sirve, porque en lo más sincero y oscuro de nuestra ilusoria juventud creemos que nunca debieron dejarse poner viejos y, si ahora lo son, deberían resignarse con dignidad y retirarse. Morir. Aceptémoslo. Este mundo no es para viejos. Este mundo es para jóvenes. Este mundo es para gente que no sabe que hacer con la vida. ¿Por qué? Porque esta vida no tiene ninguna función, por tanto ¿Para qué sobre-vivirla? No. Vivámosla por accidente y ya. Rindámosle tributo a la eterna juventud inexistente y recemos para que no se vaya. El que llega a viejo, con todas las lágrimas de la hipocresía, merece que se le diga, ya una vez en su ataúd de metal: “Por fin.”

Samuel no esperaba eso. No era que él quisiera ser eterno. Simplemente no pensaba en la muerte. No, no la esperaba aún cuando todos los que le visitaban aseguraban su visita. Para él la vida se había resumido a un abrir y cerrar de ojos que ya estaba olvidado. Un abrir y cerrar de ojos que se tragaba cada recuerdo, cada pedazo de historia. Se tragaba cada pedazo de historia…hasta mi recuerdo.

¿Ismael? No sé quién es.

Fue entonces cuando llegó un silencio en los oídos que embarazó la habitación. El ruido del eco amenazaba con hacer sangrar los oídos de Samuel. La oscuridad subrayó su presencia. Nadie podía ver sombra alguna. Sin embargo, entre las mismas sombras, se coló una mancha que opacaba a las demás criaturas de la noche. Entró entre el silencio que dejaba la ausencia de la luna y las estrellas, y entre tanto silencio llegó al cuerpo de Samuel, que yacía durmiendo. Y le besó…le besó con un beso tan apasionado que le dejó sin aliento, salivando las últimas gotas de su existencia, los últimos recuerdos que yacían olvidados dentro de las pupilas arrugadas.

Al amanecer encontraron a Samuel con la boca abierta. Su semblante reflejaba la paz que sólo puede dar el encuentro con el beso de la amada que siempre hemos esperado. Su frente todavía guardaba las sobras del febril fervor que causa la pasión de un beso.

-Llama a sus familiares.

***

Yacían sepultadas en un pequeño baúl de color metálico. Ese color se hacía uno con su contenido. Metal. Metal. Más metal. El moho amenazaba con comerse aunque fuera el cobre anciano. Su olor a metal viejo marcaba una historia. Días, meses, años, décadas…eran monedas. Marcadas por el tiempo. Destinadas a ser usadas por un período de tiempo. Robadas, usurpadas de la circulación para ser secuestradas en ese baúl. Degradadas a ser piezas de museo, testigos en metal vivo de una época, una civilización y, por ende, una mentira creída por un momento. Monedas que pasaron de mano en mano. Mano a mano. Mano a mano. Mano a…y llegaron a las manos de Samuel. Ese muchacho, joven y pobre, otro extranjero más, parecido a las monedas mismas, una de entre infinitas. Había emigrado a la ciudad desde que era muchacho, aún cuando no tenía educación. En su sangre latían los sueños de Walt Disney, una version lite de Adam Smith. Uno se puede hacer rico, solo hay que entregar su sudor. Sí, es más fácil de lo que parece. Sólo se pasa por una oficina que hay en el mismo centro de la ciudad. Allí se entrega una gran cantidad de sudor, las energías, el tiempo y la vida. A cambio le dan dinero. Se supone que mucho, el suficiente para hacerse rico. Sin embargo, el precio es tan alto que lo dejan seco como una pasa, y sin saber que hacer con su muerte, porque ya de la vida no queda casi nada.

La ciudad era otro fraude. La ilusión del progreso quedaba aplastada entre toneladas de cemento, varilla, ruido y metal. En medio de ese monstruo y de un trabajo de doce horas los siete días a la semana, Samuel se refugiaba en la confección de su pequeño museo de metal. Su colección. Una historia que se acumulaba, que era testigo de la riqueza que se recibía a cambio, que aumentaba con cada año que era guardado en el baúl.

¡Ah! Y ese placer de admirarlas. Ese olor cobrizo. Ese olor a historia. Ese delirio de poder que causa el valor multiplicado. La importancia de cada historia que era plasmada entre ellas. El símbolo del poder. La mentira de la riqueza.

Horas. Más horas. Las que fueran necesarias para admirar toda esta belleza. Para guardar cada una, brillarlas, darle su amor, mientras iba introduciendo nuevas piezas al museo. Luego a estudiar el valor, más inestables que las olas del océano. Este rito era repetido varias veces en la semana, cuantas veces fuera necesario escapar. El escape casi siempre significa la posibilidad o el intento de poder darle una pizca de sentido a lo que no lo tiene; vivir. Samuel, con una leve sonrisa que no podía disimular su gozo, su satisfacción, olvidaba cualquier noción de escape. Para él, la única importancia de tener algún tiempo libre se debía a que podía repetir su rito. Era su tributo final al dios que había decidido buscar. Quería dinero y allí estaba emblematizado. Valía la pena el trabajo. Esto era vivir. Otra sonrisa.

Valió la pena.


Valió la pena. Si no lo hubiera hecho no hubiera podido soportar su ausencia. Mi deber era perdonarle sus faltas como padre. Soy su hija. Eso es lo que importa…es lo que importa, aún cuando la mayor parte de su vida él lo hubiera olvidado. Ẻl hizo lo mejor que pudo. Trabajaba todos los días para mantenerme, para sostener un hogar. Ahora lo puedo entender. Más bien lo entendí desde que me hice madre. Hay que estar calzando los mismos zapatos para poder entender los sacrificios de los padres. Hay que cargar a cuestas un hogar para saber que eso significa estar ausente del mismo la mayor parte del tiempo.

Mi padre murió ayer. Mi padre será enterrado mañana. Vivió el tiempo suficiente. Es algo cruel, pero al menos ahora puede descansar. La pena es que, como vivió tanto tiempo, sobrevivió a sus amigos y a los compañeros de una generación. Ahora sólo quedamos nosotros. Su pequeña familia. Somos los testigos en silencio del espectáculo de nuestro futuro. Somos los herederos de un ataúd color metálico, con olor a cobre. Así como está él, acostado entre tanto frío, estaré yo, y lo menos que puedo hacer es servir de ejemplo a mis hijos para que ellos me imiten. ¡Ojalá me imiten!



El espectáculo de la muerte. Su celebración. En todo momento estamos celebrando la cercanía de la misma. En nuestro cumpleaños, cuando las velas intentan incendiar la vida a medida que se va acabando. En nuestra boda, cuando decidimos dejar de vivir y comenzar a envejecer junto a alguien que en poco tiempo comenzará a pudrirse y nos hará imposible la convivencia. Finalmente en estas fiestas, que ya no necesitan de lloronas. Todas estas fiestas son para el mundo entero, menos para uno. Sí, porque en nuestro eterno temor, le huimos y nos ausentamos a las mismas. Es como si nuestra ausencia en tales rituales nos pudiera excusar ante la anfitriona, ante la diosa que pide hambrienta su oración. ¿Quién sabe? Quizás seamos inmortales. ¡Je! Quizás esa es nuestra esperanza. Si fuéramos sinceros nos daríamos cuenta de que no hay tal cosa, que por más que huyamos la muerte se nos va a aparecer de frente y nos dará su suculento beso. Si fuéramos sinceros nos daríamos cuenta de que lo menos que queremos es ser inmortales. Corremos precisamente para saborear el beso, para irnos lubricando ante la espera del mismo.

Es un pequeño alivio que abuelo se haya ido. No sé cuanto tiempo hubiera podido seguir soportando esas visitas para verlo muerto en vida. La vida nos come vivos, o la muerte. No sé. Sé que si abuelo llevaba la marca del final, yo tenía que refugiarme, escapar, buscar cualquier excusa para retrasar su visita, el recuerdo de que tengo que morir rápido si no quiero permanecer encerrado en un cuerpo que me ha traicionado y me ha sentenciado a mirar el techo hasta que llegue una noche oscura.

No. Ya yo no conocía quién era ese que estaba acostado. A la misma vez, él no me reconocía a mí. Éramos dos extraños al borde de una cama de hospital. Las palabras eran imposibles. Por eso yo me sentaba en medio de esas escasas visitas a entablar conversaciones mudas con él. Era una nueva relación. Era lo que hacía posible que pudiéramos tragar en medio de la visita. Recuerdo que la última vez que le visité había soñado con él. El guiaba un jeep, como en los tiempos de su juventud. Guiaba a exceso de velocidad en medio de una cordillera. Sabía que tenía que visitarlo esa semana. Sabía que era la última vez que lo visitaría. Era por eso que, en medio del silencio, me despedí. Él hizo lo mismo y me guiñó el ojo mientras seguía con los ojos cerrados. Fue por eso que cuando me llamaron al trabajo para decirme que mi abuelo había muerto, pude sonreír. Ya nos habíamos despedido. Todos habíamos sido perdonados. Podíamos descansar en paz.

Ahora miro su cuerpo, tan pequeño y esquelético. Tan frío. Tan duro. Y en medio de mi admiración están los demás, familiares y extraños, amigos y los amigos de amigos. Celebrando. Comen galletas, toman café o chocolate caliente, narran los últimos aburrimientos de sus vidas, como queriendo disculparse ante la muerte y su más reciente víctima, como queriendo subrayar que aún estaban vivos, aún cuando estuvieran más muertos que abuelo. Todo esto me hace recordar El velorio de Francisco Oller y renovar mi admiración por esa pieza de arte. Una fiesta. Un carnaval que nunca puede detenerse, y abuelo es el plato principal.

Tantas veces me pareció que abuelo se había movido que he perdido la cuenta. Este estado febril sólo me sirve para no perder la perspectiva. Todo me recuerda que, como en el cuadro, la muerte está vivita y coleando, paseándose en medio del jolgorio. Trata de memorizarse los rostros de sus futuros clientes.


El testamento confirmó lo que ya Samuel había dicho en vida. Las monedas pasarían a las manos de su nieto Ismael. Fue por eso que le entregaron el baúl unos días después del entierro. Ahora, el reflejo de la luz en el metal solo le podía recordar a Ismael el sol intenso que les quemó la frente, mientras se aseguraban de que Samuel no volviera, ahogando su cuerpo bajo toneladas de cemento. Siempre iba a vivir en la ciudad, aún después de muerto.

Samuel se quedó mirando la fosa de las monedas por largo tiempo. Sentado. Reflexionando. Mientras se decidía a abrir el baúl y escuchar la versión de la historia que aquellas monedas le iban a narrar, Ismael seguía coleccionando pedazos de recuerdos. ¿En realidad había sido perdonado? Eso había creído. Sin embargo, ahora recordaba que fueron años los que dejó al abuelo morir en aquel cementerio. Eso sólo hizo que durante aquel tiempo las palabras se hicieran más pesadas entre los dos extraños. Ahora lo único que quedaba del abuelo eran las monedas. Entre sus dedos querían hablar más que todo lo que ellos pudieron expresar en aquellas visitas. Ahora eran las monedas las que hacían la visita, y con ellas el abuelo, Samuel. Aquel fantasma que lo perseguía, con olor a metal y cobre, con el sol reflejado en la frente, cambió de semblante, y a medida que Ismael vio las monedas y percibió la historia de cada una de ellas, las contó, imaginó su valor, y las volvió a su ataúd color gris. Entonces sonrieron. Samuel sonrió porque allí estaba su vida. Su inmortalidad dorada, que podía ser vendida y revivida. Ismael sonrió porque vio al abuelo en sus ratitos libres haciendo lo mismo que él hacía ahora. El abuelo contaba una historia, la de su vida, que estaba encerrada en aquel baúl. Aquella había sido la herencia para el nieto. Una historia.

Ismael cerró el baúl y se volvió a sentar. Miró el baúl una vez más, por largo tiempo. Sentado, volvió a reflexionar, y más que eso, a recordar. La sonrisa seguía marcada en su rostro. Habíamos sido perdonados. Descansa en paz.

23 de agosto 2004
S. Gregory
Una historia dentro del baúl de color metálico. 2005. All Rights reserved. No Part of this story may be reproduced without the permission of David Gregory except for purposes of review.

MOSTAZAS

Mostazas calladas

Punto amarillo
que vino,
se ha corrido
en paredes
sin bolsillos.

Desastrosa mostaza
que se ha desprendido
de su cigarrillo,
de su semilla,
de su color resbaladizo.

Punto.
Círculo.
Ceniza de sonrisa.
Mueca entre la brisa.
Guiñada al olvido
que deja una huella.
La forma.
La marca.
La violada doncella.

Un beso perdido
colgado de la luna,
una herida que se abruma
entre pus malherido.

Mas en la esquina
un ojo dividido
se ha muerto en el camino
de una palabra muda
que no dice, no nombra
ni bendice
lo que ha malparido.

Spartagous G.
Mostazas Calladas. 2006. All Rights reserved. No Part of this poem may be reproduced without the permission of David Gregory except for purposes of review.